Buzón de Alcance 160

N u e s t r a o p i n i ó n B AJO un título que evoca la mejor narrativa rusa decimonónica, el parisino Museo de Orsay ha inaugurado una exposición que abarca un perío- do de casi dos siglos: desde 1791, cuando Le Peletier de Saint-Fargeau reclamaba la supresión de la pena de muerte, hasta 1981, fecha de su abolición en Francia. Un catálogo de horrores, a pocos metros de la bella placi- dez oriental de Gauguin o la fuerza cromática de Van Gogh; todo un símbolo del claroscuro que acompaña a la condición humana. Así vemos cómo en la prensa, en el cine, en el arte, el crimen deja su huella sanguinolenta y brutal. Goya, Toulouse-Lautrec, Géricault, Daumier, Picasso o Magritte plasman genialmente la fascinación por el delito y por la justicia. El positivismo antropológico busca una expli- cación: el criminal es predecible; Bertillon clasifica datos para identificar a los reincidentes; la frenología traza diagramas de cráneo para determinar el carácter, los rasgos de la personalidad, las tendencias delictivas; Lombroso estudia los atavismos que impelen a la trans- gresión, manifiestos en determinados rasgos antropoló- gicos, junto a otros factores criminógenos. Las teorías impresionan, van pasando, son superadas en parte o en todo; el mal persiste. Y nos sorprende con demasiada frecuencia, como lo ha hecho la reciente noticia de una adolescente cuya muer- te, al parecer, ha sido causada por una compañera de instituto, de tan sólo catorce años. La alarma social se dispara y, una vez más, los educadores somos convoca- dos. La sociedad espera del sistema educativo una res- puesta a estas llagas reiteradamente abiertas. Pero el profesor poco puede hacer si su voz no es oída más que ante la tragedia, si su palabra no es respetada “Crimen y castigo” dentro y fuera del aula, si no cuenta con el respaldo de los padres y de una legislación que garantice un clima de trabajo y normalidad. Quien debería ser referencia de conducta es, en muchos casos, víctima de violencia. Se habla mucho de valores, pero no siempre bien; se habla con ligereza, como si fueran algo etéreo y flotan- te. Pero los jóvenes requieren una plasmación concreta: los valores se viven y se transmiten junto con los cono- cimientos; así es como mejor se enseñan en el centro educativo y en la vida familiar. La enseñanza pública madrileña cuenta con excelentes profesionales, bien capacitados tras pasar el duro filtro de la oposición. Desafortunadamente, su vocación no siempre puede desarrollarse en plenitud, debido a un marco que no propicia la cultura del esfuerzo ni prepa- ra al alumno para enfrentar las dudas y dificultades con las que habrá de convivir en la vida adulta. La excesiva tolerancia –los extremos tienen sus bemoles– ha gene- rado, en demasiados casos, jóvenes abocados casi por obligación a la felicidad, cualquiera sea su precio. Y resulta que hay felicidades tan caras que dejan de serlo. ANPE-Madrid lleva casi seis años bregando por algo que parece elemental. Y lo es. Que la autoridad del profesor sea reconocida, para que pueda así desempeñar su tan necesaria función. Como ha sido el modelo educativo, consagrado por sucesivas leyes, el que ha originado la mengua de esta condición imprescindible, corresponde al legislador devolvérsela. De una claridad meridiana es la justificación de la Ley de Autoridad del Profesor. No queremos seguir presenciando, día a día, el penoso espectáculo de familias destrozadas por el dolor y vidas jóvenes condenadas al fracaso de la exclusión social. No queremos que el arte encuentre inspiración, una y otra vez, en el lado oscuro de la luna. Ni siquiera el placer que proporciona la genialidad de los plásticos mitiga la reiterada angustia de constatar en los telediarios que, como decía Oscar Wilde, “la naturaleza imita al arte”. Una vez más, apostamos por una educación de calidad, que cuente con el apoyo de toda la comunidad educa- tiva y de la sociedad. Nuestros niños y jóvenes así lo necesitan. Rosalía Aller Maisonnave Secretaria de Comunicación 4

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